Poner límites a los demás comienza por ponerse límites a uno mismo

Poner límites a los demás comienza por ponerse límites a uno mismo

Uno se hace consciente de la importancia de poner límites si ha vivido una buena parte de su vida sin ellos. Actuar con respeto hacia uno mismo y hacia los demás suena bastante lógico, aunque no es algo que el ser humano sepa materializar de forma contundente a través de su comportamiento.

Muchos de nosotros desarrollamos en la infancia la creencia de que para estar bien es más importante el bienestar de los demás que el propio, una idea que nace del mandato inconsciente transmitido de padres a hijos: «solo estarás bien si agradas a los demás». Y, con esa base, a lo largo de la vida nos vamos desconectando de nuestras necesidades personales, despriorizándolas y creando un vacío invisible en nuestro interior que se oculta bajo problemas ajenos, lo cual satisface a la mente.

La mente racionaliza el poner el bienestar de los demás primero como algo de «buenas personas», normalizando el hacerse cargo de los asuntos de terceros porque repercute, en numerosas ocasiones, en ser reconocido y agradecido por «buen comportamiento», obteniendo el beneplácito de «papá y mamá» (un jefe, por ejemplo). Pero, comportándose así, la mente no repara en que desatiende a la persona a la que debería priorizar.

Ese tipo de pensamientos generan dos sentimientos cargados de energía que nos mueven. O bien la culpa se hace cargo de ponernos a actuar por obligación encubierta, partiendo de pensamientos como «debo», «hay que hacerlo», «me siento obligado» y similares, o es un sentimiento de superioridad velada por parte del que se ofrece, el que nos pone en marcha, la actitud del «superhéroe» que se lanza a atender los problemas de los demás porque siente que los demás no son suficientes sin su ayuda, son imperfectos y le necesitan… Y esta es la cruda realidad oculta detrás de la ausencia de límites personales.

Comenzar a poner límites

Afortunadamente para muchos, llega un momento en el que la ausencia de límites se convierte en una actitud incapacitante y eso es un gran regalo de la vida para el que le toque. Porque, sin sentir que ha tocado fondo, no se abriría a romper una creencia que socialmente está tan bien considerada que pocos la ponen en duda. De hecho, se premia.

Es una actitud muy extendida y, precisamente por su gran popularidad (particularmente en entornos laborales), requiere una gran voluntad consciente para cambiar de rumbo.

El que elige actuar por sí mismo y decir que «no» pacíficamente ante situaciones que le incomodan, suele avanzar hacia una etapa en la que ve el mundo lleno de personas que desean aprovecharse de él y con quienes ha de ser estrictamente tajante para no extralimitarse.

Con un poco de humildad, esa primera toma de conciencia no se queda ahí y evoluciona hacia una segunda que le descubre que la ausencia de límites no estaba causada por todos esos «abusones» presentes en el mundo exterior, sino que ocultaba su propia decisión inconsciente de extralimitarse. Es entonces cuando uno da en el clavo hacia la libertad personal.

El ímpetu de ayudar impide alcanzar el  bienestar

Hacerse cargo de los problemas de los demás en acontecimientos ordinarios, movidos por ese «deseo» u obligación social de ayudar, se considera un ofrecimiento genuino, desinteresado y, habitualmente, se interpreta como positivo («mira qué bueno soy, cuánto empatizo» versus «qué frívolo es, pasa de todo, es como un témpano de hielo»).

Pero, los comportamientos codependientes que nos vinculan a las necesidades de los demás y desatienden las propias, son la gran pista para encontrar un vacío en uno mismo o algún sufrimiento similar sin resolver al que nos enganchamos deseando, mágicamente, resolver nuestros propios problemas en el momento incorrecto y a través de otra persona.

Si estás en esta situación, no importan todas las buenas intenciones que te inventes para justificar tu comportamiento de forma consciente (yo tenía una buena docena), te habrás desviado del camino hacia tu amor propio y habrás pasado a formar parte del maravilloso triángulo dramático de Karpman (puedes leer acerca de este en el artículo «Los juegos de manipulación en los que todos participamos»), adquiriendo el rol de «salvador» que, a pesar de su nombre #muymolón, conlleva manipulación inconsciente, un gran desgaste emocional y cero beneficios prácticos, pues impide hacerse cargo de uno mismo y, paralelamente, menosprecia las capacidades del otro.

«Lo que los estereotipos generales hacen pasar por bondad y sensibilidad, en realidad, puede ser un vacío del alma. Un vacío espiritual de la mente se compensa con la preocupación por los demás, mientras que las necesidades de su alma quedan insatisfechas»; Vadim Zeland.

Cuando te posicionas en el rol de salvador, automáticamente y sin excusa, la otra persona (hijos, pareja, desconocidos, compañeros de trabajo, vecinos, etc.) pasa a posicionarse en el rol de víctima (al menos inicialmente, porque Karpman nos dejó un buen drama rotativo para el autoestudio de cada cual), desentendiéndose de todo compromiso o responsabilidad con lo que le toca y haciéndote cargo de ello. Es decir, te cede la solución a sus problemas y se hace codependiente hasta que aparezca la necesaria frustración que nos indica que estamos dando más de lo que deberíamos o que no estamos siendo agradecidos en proporción a lo que hemos dado (expectativa), encontrándonos agotados, vacíos con nuestra conducta y con la de todos a los que hemos ayudado.

Extralimitarse con los hijos

Con los hijos, el rol de salvador se lleva al extremo. Es frecuente darles todo hecho, quizás buscando saciar el miedo parental al fracaso y, con ello, les inhabilitamos para la autonomía.

Hemos de aprender a «dejar de darles» con amor, para que gestionen la frustración de no tener todo lo que desean en cada momento de sus vidas, una emoción que definitivamente llegará si se lo hacemos todo a todas horas. Confiar en sus recursos innatos favorecerá su desarrollo y crecimiento óptimos.

Rectificando nuestro comportamiento «desinteresado», también les estaremos enseñando la importancia de no aceptar problemas que no les correspondan (difícil educar en límites si un padre carece de ellos…).

Alternativa consciente

Una buena forma de dejar de dar de más de lo que resulta saludable o de dejar de responder a una petición inconsciente de otro a que te encargues de sus problemas, es elegir mantener la distancia y tener a mano una frase-tipo como las siguientes:

Estoy segura de que encontrarás la forma de solucionarlo por ti mismo.

Sé que encontrarás la forma de solucionarlo, yo confío en ti.

Ten confianza en que tienes las herramientas que necesitas para hacer frente a esto.

Puedes llegar a tu propia conclusión y esa será la mejor de todas.

Estoy segura de que serás capaz de encontrar la solución perfecta.

(y adaptaciones similares)

Es duro, hay casos en los que te gustaría salvar al otro de lo que fuese, pero eso os inhabilitaría a ambos, aunque en la superficie parezca exactamente lo contrario.

Con este tipo de frases, no solo mantendrás tu autonomía y vivirás tu propia vida sino que, además, le recordarás al otro un mensaje muy sano y muy poco frecuente: «eres fuerte para superar el problema que te toca y tienes las herramientas necesarias para hacerlo. En realidad, solo te necesitas a ti, aunque todavía no lo sepas…».

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